miércoles, 20 de abril de 2016

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Los comienzos de libros emblemáticos

Los libros suelen contener frases que marcan sus contenidos y les permiten destacarse como únicos. Muchos de los textos literarios son conocidos mundialmente por estas frases memorables, ya sea por su impacto en determinados temas o su uso colectivo que se incorpora con el correr de los años.

Pero lo que realmente nos introduce de lleno en estas piezas literatas es el primer párrafo, aquel que marca el inicio de una historia que, más allá del final, tiene un importante peso en sus primeras palabras, a veces un peso imperceptible pero que es fundamental para que el lector se sienta atraído a seguir leyendo. Rememorar estos primeros párrafos de novelas emblemáticas permite descubrir esta importancia.
El nombre de la rosa, Umberto Eco. "En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible".
El extranjero, Albert Camus. "Hoy ha muerto mamá. O quizás ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: 'Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias'. Pero no quiere decir nada. Quizás haya sido ayer".
Anna Karenina, León Tolstoi. "Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera".
El Aleph, Jorge Luis Borges. "La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita".
Cien años de soledad, Gabriel García Márquez. "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo".
El túnel, de Ernesto Sábato. "Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona".
A sangre fría, Truman Capote. "El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman 'allá'".
Las aventuras de Huckleberry Finn, Mark Twain. "No sabréis quién soy yo si no habéis leído un libro titulado 'Las aventuras de Tom Sawyer', pero no importa. Ese libro lo escribió el señor Mark Twain y contó la verdad, casi siempre. Algunas cosas las exageró, pero casi siempre dijo la verdad. Eso no es nada".
El Padrino, Mario Puzo. "Amerigo Bonasera estaba sentado en la Sala 3 de la Corte Criminal de Nueva York. Esperaba justicia. Quería que los hombres que tan cruelmente habían herido a su hija y que, además, habían tratado de deshonrarla, pagaran sus culpas".
Orgullo y prejuicio, Jane Austen. "Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa".
Lolita, Vladimir Nabokov. "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta".
Moby Dick, de Herman Melville. "Llamadme Ismael. Hace unos años –no importa cuánto hace exactamente–, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo".
La metamorfosis, Franz Kafka. "Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto".
El Quijote, Miguel de Cervantes. "En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor".
La isla del tesoro, Robert Louis Stevenson. "El squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin mencionar la posición de la isla, ya que todavía en ella quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en este año de gracia de 17... y mi memoria se remonta al tiempo en que mi padre era dueño de la hostería «Almirante Benbow», y el viejo curtido navegante, con su rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo bajo nuestro techo". 

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