miércoles, 21 de diciembre de 2016

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La enfermedad de los lectores y otras formas de arruinar tu vida



El suicidio es una de las cosas más difíciles de explicar. Ya sea a través de lecturas existencialistas como la de Camus, que nos hace entender la naturaleza y rebeldía del acto o pensando en esa persona, tal vez no tan cercana a nosotros, que optó por terminar con su vida y nos hace cuestionarnos qué tanto la conocíamos. El suicidio es endémico y las estadísticas muestran a Japón y los países nórdicos como algunos lugares en los que preocupa la facilidad con la que la gente decide matarse, pero el gremio artístico tiene una extraña relación con el suicidio. Muchos de los pasajes más hermosos de la literatura han sido escritos por notables autores cuya vida terminó bajo sus propios términos.



La enfermedad del escritor no lleva al suicidio. La enfermedad de la que hablaré a continuación está inspirada en el texto de Sasha Chapin, quien escribió acerca de “La enfermedad David Foster Wallace” o “Wallacitis” para sonar menos personal. Dicho padecimiento surge de la incapacidad de comprender, escribir y ser como alguien cuya brillantez fue tan grande y compleja, que el suicidio de Foster Wallace es difícil de digerir. Muchos la tienen, pero todos la conocen. Hacer algo con pasión, esforzarte, intentar ser como los grandes… y fallar miserablemente. Hay quienes dicen que se trata del talento natural, otros que es la práctica (debes respirar el arte que trabajas para realmente ser bueno), pero a veces, con monstruos como David Foster Wallace, es imposible entender cómo lograban hacer algo tan poderoso.



El escritor estadounidense era un genio incomprendido. Él se consideraba alguien promedio, incapaz de ser considerado parte de la grandeza literaria, pero año con año demostraba ser un elegido del mundo literario con ensayos complejos, narrativas posmodernas y textos tan profundos que hoy ya es considerado tan importante y trascendental como James Joyce o Jorge Luis Borges.

Digo que todos conocen la enfermedad porque lo podemos ver en muchas personas. Uno quiere pintar mejor que Picasso, pero al ver la facilidad con la que el español creaba sus cuadros cubistas, la fragilidad del mundo aparece y el aspirante se deprime con facilidad. Otro ejemplo es el de los emprendedores que creen que dar el máximo y tener una buena idea es lo que necesitan para ser el siguiente Steve Jobs o Elon Musk, cuando la realidad es mucho más compleja. La enfermedad del escritor es saber que simplemente nunca serás así de bueno. Caerás en una espiral de desprecio, enojo y frustración, todo enfocado a tu persona. La única salida, aunque parece conformista, es aceptarlo.

La enfermedad comienza cuando descubres a ese modelo a seguir y sientes que es tu deber continuar con su legado. Analizas toda su obra, te obsesionas con su vida y método y después, quieres ser como él. En el caso de Foster Wallace, parte de su genialidad viene de describir lo más mundano y darle un sentido casi filosófico. Ya sea el rugir de un baño público al que compara con la majestuosidad del rugido de un león o un súbito silencio que en vez de ser incómodo es hostil. Así como en las películas de Xavier Dolán (otro genio que muchos desprecian por tener más de seis películas terminadas antes de los 30 años), cosas como una mirada, un reconocimiento o el roce de los dedos, pueden extenderse por minutos o a lo largo de hojas llenas de descriptivas palabras que te hacen reconsiderar esos pequeños –pero intensos– encuentros cotidianos.



Pronto, el enfermo intenta cambiar las cosas. Al fracasar en  su intento de parecerse al genio, lo desprecia, busca sus errores y critica su sosa y aburrida vida. Busca ser la antítesis y el remedio. Lo saca de la lista de influencias y si lo menciona, lo sitúa en medio de una larga lista para que el nombre se diluya entre los otros y no le otorgue tanta importancia. La enfermedad termina cuando se acepta la imposibilidad de ser como la figura de admiración y se comprende que esa persona no era alguien tocado por alguna divinidad, simplemente era alguien más entre nosotros; problemas, depresión, amor y creación eran parte de su vida diaria. Bajar del pedestal al ídolo termina con la enfermedad, aunque las secuelas pueden ser eternas y de vez en cuando se encontrará maldiciendo al aire por la incapacidad de crear algo tan artístico como lo que el genio llegó a hacer.

Sasha la nombró la enfermedad de David Foster Wallace porque al aceptar que debía aprender que no podía ser como ese titán de la literatura, el escritor, que vivía el sueño de cualquier aspirante a literato (reconocido, buenas ventas y  mejores críticas), se suicidó. ¿Cómo entender que esos artistas tan famosos, creativos y fructíferos decidan terminar con su vida? Wallace escribió una novela tan compleja que después de 20 años de haber sido publicada, no hay algo que se le asemeje, Hemingway sobrevivió a guerras, accidentes y aún así optó por suicidarse, Woolf fue una de las intelectuales más importantes del siglo pasado y su vida terminó en el fondo del Río Ouse.

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